Hoy me he acordado de ti. De tus manos. De esas manos con manchas, arrugadas, cuarteadas, delicadas y llenas de vida. Esas manos que a pesar de tener una fuerza increíble y estar surcadas por el paso de los años, eran suaves.
Creo recordar que me pasaba horas mirándolas trabajar. Ver como creaban algo de la nada me dejaba boquiabierta. Ramita a ramita, fotograma a fotograma, veo como hacías cestas de esparto. Ahora me arrepiento de no haber dicho: ¡Enséñame! Enséñame a crear el Universo.
Aún recuerdo el tacto de tu mano izquierda en mi rodilla mientras que con la derecha sujetabas el mando de la tele. Tu olor a colonia, de esas fuertes, de las de antes. Tu forma de afeitarte, huntándote la espuma con brocha, como se hacía antes, mientras yo desayunaba al otro lado de la mesa. Tu risa, acompañada de tus típicos pitidos bronquiales y su consecuente ristra de toses.
Te fuiste sin despedirte y sin avisar.
Pero no lo hiciste solo, te llevaste un trocito de las tres personas que estábamos contigo en ese momento. Fue triste, pero hermoso.
Te levantaste temprano, como todas las mañanas, y te sentaste al borde de la cama. Supongo que mientras preparabas tu cartera pensabas en la mala noche que habías pasado. Tu última mala noche de una serie infinita. Seguramente te dolía el pecho, pero no pensaste que fuera importante, 10 años doliéndote cada centímetro de tu cuerpo es mucho tiempo. Pero en un instante, tu corazón dejó de funcionar. Y caíste. Ya no había dolor, ni máquina de óxigeno, ni dentadura postiza, ni pastillas con el desayuno, la comida y la cena. Te fuiste tranquilo, sereno, acompañado de las personas que habías amado. Empezando un día y acabando una vida.
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Mentiría si digo que me acuerdo de ti todos los días. Lamentablemente el tiempo amortigua tu recuerdo. Ya no estás tan presente como antes, el dolor no es tan agudo. Pero te sigo echando de menos. Y espero con ansia el momento en el que volvamos a encontrarnos. Te quiero.