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lunes, 3 de octubre de 2011

El lienzo.


El hombre tiene los ojos cerrados, una mano sobre su pecho y otra sobre el muslo de ella, en íntima complicidad. Para mí esa visión es recurrente e inmutable, nada cambia, siempre es la misma sonrisa plácida del hombre, la misma languidez de la mujer, los mismos pliegues de las sábanas y rincones sombríos del cuarto, siempre la luz de la lámpara roza los senos y los pómulos de ella en el mismo ángulo y siempre el chal de seda y los cabellos oscuros caen con igual delicadeza. Cada vez que pienso en ti, así te veo, así nos veo, detenidos para siempre en ese lienzo, invulnerables al deterioro de la mala memoria. Puedo recrearme largamente en esa escena, hasta sentir que entro en el espacio del cuadro y ya no soy la que observa, si no la mujer que yace junto a ese hombre, y tu eres ese hombre que yace conmigo. Entonces se rompe la simétrica quietud de la pintura y escucho nuestras voces muy cercanas.

- Cuéntame un cuento - te digo.

- ¿Cómo lo quieres?

- Cuéntame un cuento que no le hayas contado a nadie.



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